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Estilo de vida espiritual en el contexto educativo

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Al comprender lo que se habla en el capítulo uno sobre el estilo de vida espiritual, se reconoce que, al darle un lugar a la espiritualidad en los estilos de vida, se promueve un ámbito que permite a la persona tener una calidad de vida mucho más satisfactoria, enfocada en la salud y el bienestar. Actualmente, la espiritualidad tiene como objetivo que el ser humano se sienta pleno y satisfecho con la vida que tiene. Al sentirse así, la persona genera un equilibrio que le ayuda a sentirse saludable y agradecido con el propósito y la trascendencia de su vida, lo cual seguirá promoviendo el estilo de vida espiritual. 

Por otra parte, al reconocer el papel del estilo de vida espiritual en la vida de la persona, se identifica la necesidad de promover dicho estilo de vida en la infancia y la adolescencia. Sin embargo, en la literatura se identificaron cuatro categorías que permiten reconocer y medir el estilo de vida de la población infantil: a) Interioridad; b) Comunidad; c) Servicio; y d) Celebración. 

En primer lugar, la interioridad se define como la capacidad que tiene el ser humano de realizar una introspección. Es decir, observarse y 

ser consciente de la realidad interior (sentimientos, intenciones y emociones). En este sentido, «es el cultivo diario de patrones de pensamiento saludable con una profunda consideración de las emociones» (Amankwa, 2022, p. 2). La interioridad permite a la persona generar un autorreconocimiento de sí misma para poder desenvolverse en las diferentes situaciones que se le presentan en la vida cotidiana. 

Esta categoría es importante porque permite que la persona sea consciente de sus actos. Como afirma Álvarez-Valdés (2021, p. 8): «El desarrollo de la interioridad se corresponde con la reflexividad que vuelve sobre sí misma para actuar con autenticidad, con conocimiento de causa». Por lo tanto, se comprende que la interioridad no es solamente un examen que se hace la persona en un estado de reflexión, sino que también es un acto que busca reconocer que nuestras acciones no solo nos afectan a nosotros, sino también a otras personas. 

Melloni (2010) explica que «el primer paso consiste en tomar conciencia del acto primordial y continuo de nuestra vida» (p. 7). Esto significa que se debe prestar mucha atención a la forma en que la persona actúa en los diferentes momentos de su vida, teniendo en cuenta que todo lo que hace tiene un impacto en su entorno. Cuando el ser humano es consciente de su acción, puede actuar de forma más intencionada y reflexiva. 

Por otro lado, la interioridad permite que la persona identifique la importancia de su existencia. Como afirma Melloni (2010, p. 9): «lo que hay tras toda búsqueda de interioridad, la de hoy y la de siempre, es el anhelo de una más profunda manera de vivir». Este anhelo de la persona se evidencia en la necesidad de generar una conexión consigo misma, buscando un sentido de vida que trascienda lo superficial. Cuando la persona dedica tiempo a su interioridad, genera un espacio en el que puede escucharse a sí misma y reconocer todo aquello que la rodea. 

En segundo lugar, se presenta la categoría de comunidad, que se explica como la capacidad que tiene el ser humano desde la autoconciencia que le permite buscar y generar sistemas de apoyo en diversos órdenes y para enfrentar situaciones con el fin de lograr un desarrollo autónomo-reflexivo (Meana, 2019; Dorrego et al., 2023). En este sentido, se cultiva la construcción de una estructura de comunidad mediante el cultivo de la voluntad para fortalecer el encuentro fraterno, la vocación y la actitud de acogida a partir del vínculo comunitario (ACODESI, 2003). Por lo anterior, se infiere que la creación de una estructura comunitaria permite fortalecer los vínculos entre diferentes personas. 

La importancia de la categoría de comunidad se centra en la capacidad que tienen las personas de sentirse pertenecientes a un grupo. Como exponen Romero y Muñoz (2014), la comunidad «incluye el sentimiento o conciencia de similitud y pertenencia, que hace que la gente se perciba y sea percibida como parte de una red de relaciones que la identifican con la comunidad de la que forma parte» (p. 6). La comunidad promueve el desarrollo de individuos y colectivos, ya que cuando la persona se siente parte de algo más grande que ella, tiende a involucrarse de forma más activa en su entorno. 

Los beneficios de la comunidad están recogidos en la explicación de Romero y Muñoz (2014), quienes afirman que «la comunidad va más allá de mejorar sus condiciones materiales de vida; implica que se produzcan crecimientos en las personas, en los grupos y cambios en las relaciones sociales asimétricas. El desarrollo comunitario puede incluir transformaciones físicas, económicas, sociales, políticas o culturales (p. 85). Por lo tanto, se puede decir que la categoría de comunidad promueve el bienestar emocional y social de las personas que la componen. 

En tercer lugar, está el servicio, que se puede entender como un «sentimiento de afecto o cercanía hacia otros seres humanos» (García, 2020, p. 9), así como la máxima ignaciana «el amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras» (San Ignacio, 1541/2014, p. 230). Este concepto permite definir el valor del servicio en aquellas acciones que lo ponen de manifiesto en la vida cotidiana, de modo que el servicio se convierte en una expresión tangible del compromiso social, donde todas las acciones del individuo son importantes y pueden impactar positivamente en la vida de otros. 

La importancia de esta categoría radica en la capacidad de construir sociedad. Suárez (2024, p. 63) destaca que «el servicio, guiado por valores como el amor, la compasión, la justicia y la responsabilidad social, tiene el potencial de construir una sociedad más justa, inclusiva y ética». El servicio fortalece los diferentes lazos sociales que se presentan en una sociedad, ya que las personas desarrollan una mayor conciencia de la situación de los demás, generando empatía y apoyo entre diferentes individuos. Por lo tanto, el servicio se convierte en un motor que promueve un cambio social, en el que cada acción cuenta para generar sociedades más justas y empáticas. 

Suárez (2024, p. 63) afirma que «el servicio, cuando se basa en una sólida conexión espiritual, puede ser una herramienta poderosa para generar un cambio significativo tanto a nivel individual como social». Este es uno de los beneficios de fomentar el servicio en diferentes contextos y espacios, ya que este promueve habilidades sociales como la comunicación y la resolución de conflictos debido a la red de apoyo que se genera en momentos de crisis. Esto quiere decir que el servicio fortalece el tejido social, ya que este fomenta valores que permiten la concienciación sobre el otro y sobre cómo ayudarle. 

La celebración es la capacidad que tiene el ser humano de dar sentido a sus creencias y actuar desde las mismas a través de la expresión de signos y símbolos que conmemoran la interioridad, la comunidad y el servicio. En este sentido, se concibe como «una relación de interdependencia entre partes, que consiste en el reconocimiento de los derechos y pretensiones de los otros» (Gonnet, 2011, p. 2). Este enfoque destaca la importancia de las conexiones humanas y el respeto mutuo, aspectos esenciales en cualquier acto de celebración. 

La importancia de la celebración radica en su capacidad para sintetizar el ethos de un pueblo y su cosmovisión. Según Geertz (1973, p. 88), «los símbolos sagrados tienen la función de sintetizar el ethos de un pueblo —el tono, el carácter y la calidad de su vida, su estilo moral y estético— y su cosmovisión, el cuadro que ese pueblo se forja de cómo son las cosas en la realidad, sus ideas más abarcativas acerca del orden». El reconocimiento de los símbolos sagrados permite a las comunidades expresar su identidad, valores y creencias en un contexto más amplio, lo que fomenta un sentido de pertenencia y cohesión. 

Los beneficios de la celebración son igualmente significativos. Según Geertz (1973), en la búsqueda de conexión y significación con nuestras aspiraciones personales, esta «se limita a expresar algo de una manera oblicua y figurada que no puede enunciarse de una manera directa y literal [...] se usa el término para designar cualquier objeto, acto, hecho, cualidad o relación» (p. 89). Esto implica que, a través de la celebración, los individuos pueden explorar y dar forma a sus sentimientos y aspiraciones, encontrando significado en sus experiencias de manera indirecta. Así, la celebración no solo enriquece la vida individual, sino que también fortalece el tejido social al unir a las personas en torno a valores compartidos y experiencias significativas. 



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Estilo de Vida - Espiritual

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Al comprender lo que se habla en el capítulo uno sobre el estilo de vida espiritual, se reconoce que, al darle un lugar a la espiritualidad en los estilos de vida, se promueve un ámbito que permite a la persona tener una calidad de vida mucho más satisfactoria, enfocada en la salud y el bienestar. Actualmente, la espiritualidad tiene como objetivo que el ser humano se sienta pleno y satisfecho con la vida que tiene. Al sentirse así, la persona genera un equilibrio que le ayuda a sentirse saludable y agradecido con el propósito y la trascendencia de su vida, lo cual seguirá promoviendo el estilo de vida espiritual. 

Por otra parte, al reconocer el papel del estilo de vida espiritual en la vida de la persona, se identifica la necesidad de promover dicho estilo de vida en la infancia y la adolescencia. Sin embargo, en la literatura se identificaron cuatro categorías que permiten reconocer y medir el estilo de vida de la población infantil: a) Interioridad; b) Comunidad; c) Servicio; y d) Celebración. 

En primer lugar, la interioridad se define como la capacidad que tiene el ser humano de realizar una introspección. Es decir, observarse y 

ser consciente de la realidad interior (sentimientos, intenciones y emociones). En este sentido, «es el cultivo diario de patrones de pensamiento saludable con una profunda consideración de las emociones» (Amankwa, 2022, p. 2). La interioridad permite a la persona generar un autorreconocimiento de sí misma para poder desenvolverse en las diferentes situaciones que se le presentan en la vida cotidiana. 

Esta categoría es importante porque permite que la persona sea consciente de sus actos. Como afirma Álvarez-Valdés (2021, p. 8): «El desarrollo de la interioridad se corresponde con la reflexividad que vuelve sobre sí misma para actuar con autenticidad, con conocimiento de causa». Por lo tanto, se comprende que la interioridad no es solamente un examen que se hace la persona en un estado de reflexión, sino que también es un acto que busca reconocer que nuestras acciones no solo nos afectan a nosotros, sino también a otras personas. 

Melloni (2010) explica que «el primer paso consiste en tomar conciencia del acto primordial y continuo de nuestra vida» (p. 7). Esto significa que se debe prestar mucha atención a la forma en que la persona actúa en los diferentes momentos de su vida, teniendo en cuenta que todo lo que hace tiene un impacto en su entorno. Cuando el ser humano es consciente de su acción, puede actuar de forma más intencionada y reflexiva. 

Por otro lado, la interioridad permite que la persona identifique la importancia de su existencia. Como afirma Melloni (2010, p. 9): «lo que hay tras toda búsqueda de interioridad, la de hoy y la de siempre, es el anhelo de una más profunda manera de vivir». Este anhelo de la persona se evidencia en la necesidad de generar una conexión consigo misma, buscando un sentido de vida que trascienda lo superficial. Cuando la persona dedica tiempo a su interioridad, genera un espacio en el que puede escucharse a sí misma y reconocer todo aquello que la rodea. 

En segundo lugar, se presenta la categoría de comunidad, que se explica como la capacidad que tiene el ser humano desde la autoconciencia que le permite buscar y generar sistemas de apoyo en diversos órdenes y para enfrentar situaciones con el fin de lograr un desarrollo autónomo-reflexivo (Meana, 2019; Dorrego et al., 2023). En este sentido, se cultiva la construcción de una estructura de comunidad mediante el cultivo de la voluntad para fortalecer el encuentro fraterno, la vocación y la actitud de acogida a partir del vínculo comunitario (ACODESI, 2003). Por lo anterior, se infiere que la creación de una estructura comunitaria permite fortalecer los vínculos entre diferentes personas. 

La importancia de la categoría de comunidad se centra en la capacidad que tienen las personas de sentirse pertenecientes a un grupo. Como exponen Romero y Muñoz (2014), la comunidad «incluye el sentimiento o conciencia de similitud y pertenencia, que hace que la gente se perciba y sea percibida como parte de una red de relaciones que la identifican con la comunidad de la que forma parte» (p. 6). La comunidad promueve el desarrollo de individuos y colectivos, ya que cuando la persona se siente parte de algo más grande que ella, tiende a involucrarse de forma más activa en su entorno. 

Los beneficios de la comunidad están recogidos en la explicación de Romero y Muñoz (2014), quienes afirman que «la comunidad va más allá de mejorar sus condiciones materiales de vida; implica que se produzcan crecimientos en las personas, en los grupos y cambios en las relaciones sociales asimétricas. El desarrollo comunitario puede incluir transformaciones físicas, económicas, sociales, políticas o culturales (p. 85). Por lo tanto, se puede decir que la categoría de comunidad promueve el bienestar emocional y social de las personas que la componen. 

En tercer lugar, está el servicio, que se puede entender como un «sentimiento de afecto o cercanía hacia otros seres humanos» (García, 2020, p. 9), así como la máxima ignaciana «el amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras» (San Ignacio, 1541/2014, p. 230). Este concepto permite definir el valor del servicio en aquellas acciones que lo ponen de manifiesto en la vida cotidiana, de modo que el servicio se convierte en una expresión tangible del compromiso social, donde todas las acciones del individuo son importantes y pueden impactar positivamente en la vida de otros. 

La importancia de esta categoría radica en la capacidad de construir sociedad. Suárez (2024, p. 63) destaca que «el servicio, guiado por valores como el amor, la compasión, la justicia y la responsabilidad social, tiene el potencial de construir una sociedad más justa, inclusiva y ética». El servicio fortalece los diferentes lazos sociales que se presentan en una sociedad, ya que las personas desarrollan una mayor conciencia de la situación de los demás, generando empatía y apoyo entre diferentes individuos. Por lo tanto, el servicio se convierte en un motor que promueve un cambio social, en el que cada acción cuenta para generar sociedades más justas y empáticas. 

Suárez (2024, p. 63) afirma que «el servicio, cuando se basa en una sólida conexión espiritual, puede ser una herramienta poderosa para generar un cambio significativo tanto a nivel individual como social». Este es uno de los beneficios de fomentar el servicio en diferentes contextos y espacios, ya que este promueve habilidades sociales como la comunicación y la resolución de conflictos debido a la red de apoyo que se genera en momentos de crisis. Esto quiere decir que el servicio fortalece el tejido social, ya que este fomenta valores que permiten la concienciación sobre el otro y sobre cómo ayudarle. 

La celebración es la capacidad que tiene el ser humano de dar sentido a sus creencias y actuar desde las mismas a través de la expresión de signos y símbolos que conmemoran la interioridad, la comunidad y el servicio. En este sentido, se concibe como «una relación de interdependencia entre partes, que consiste en el reconocimiento de los derechos y pretensiones de los otros» (Gonnet, 2011, p. 2). Este enfoque destaca la importancia de las conexiones humanas y el respeto mutuo, aspectos esenciales en cualquier acto de celebración. 

La importancia de la celebración radica en su capacidad para sintetizar el ethos de un pueblo y su cosmovisión. Según Geertz (1973, p. 88), «los símbolos sagrados tienen la función de sintetizar el ethos de un pueblo —el tono, el carácter y la calidad de su vida, su estilo moral y estético— y su cosmovisión, el cuadro que ese pueblo se forja de cómo son las cosas en la realidad, sus ideas más abarcativas acerca del orden». El reconocimiento de los símbolos sagrados permite a las comunidades expresar su identidad, valores y creencias en un contexto más amplio, lo que fomenta un sentido de pertenencia y cohesión. 

Los beneficios de la celebración son igualmente significativos. Según Geertz (1973), en la búsqueda de conexión y significación con nuestras aspiraciones personales, esta «se limita a expresar algo de una manera oblicua y figurada que no puede enunciarse de una manera directa y literal [...] se usa el término para designar cualquier objeto, acto, hecho, cualidad o relación» (p. 89). Esto implica que, a través de la celebración, los individuos pueden explorar y dar forma a sus sentimientos y aspiraciones, encontrando significado en sus experiencias de manera indirecta. Así, la celebración no solo enriquece la vida individual, sino que también fortalece el tejido social al unir a las personas en torno a valores compartidos y experiencias significativas.