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Para iniciar las planeaciones de actividades, se debe aclarar que la didáctica, la planeación y el paradigma ignaciano son elementos que se vinculan para formar la base de la búsqueda del desarrollo del estilo de vida espiritual de niños y adolescentes. Sin embargo, antes de continuar, se aclararán estos conceptos. Inicialmente, para Barajas et al (2010), «la secuencia didáctica representa una poderosa herramienta pedagógica para apoyar al estudiante» (p. 28), por lo que Zabala (2008) afirma que la secuencia didáctica es un «conjunto de actividades ordenadas, estructuradas y articuladas para la consecución de unos objetivos educativos, que tienen un principio y un final conocidos tanto por el profesorado como por el alumnado» (p. 16).
Por otra parte, la planificación es uno de los componentes que complementan la secuencia didáctica. Según Carriazo, Pérez y Gaviria (2020, p. 88), «la planificación considera lo que hay que hacer, cómo hacerlo, por qué, con qué, quién y cuándo se debe hacer algo». Por lo tanto, este método permite al docente diseñar experiencias que representan aprendizajes significativos para
sus estudiantes. Por esta razón, Carriazo, Pérez y Gaviria (2020) hacen hincapié en que «educar sin planificar es como construir una casa sin plano o escribir una novela sin borrador. El arte de educar requiere esfuerzo, análisis racional, pensamiento crítico y creatividad» (p. 88). Por tanto, la planificación se convierte en una pieza clave a la hora de generar objetivos que permitan la formación integral de los estudiantes.
Por otro lado, el paradigma ignaciano «es un modo de proceder que todos podemos adoptar confiadamente en nuestra tarea de ayudar a los estudiantes en su verdadero desarrollo como personas competentes, conscientes y sensibilizadas en la compasión» (Compañía de Jesús, 1993, p. 10).
Asimismo, cuando el docente hace uso del paradigma ignaciano, puede guiar a sus estudiantes a través de un proceso compuesto por contexto, experiencia, reflexión, acción y evaluación. De esta forma, se fomenta una comprensión del conocimiento mucho más amplia e integral de las necesidades de los estudiantes. Es por esta razón que, a continuación, se explicarán de forma más detallada aquellos componentes del esquema del paradigma ignaciano que buscan la formación integral del estudiante.
En primer lugar, se encuentra el contexto, que tiene como objetivo que el docente comprenda los aprendizajes que los estudiantes han adquirido previamente, así como su perspectiva. Cabe señalar que, como indica Dupla (2000), «el contexto en el que se desarrolla la acción pedagógica es múltiple: social, familiar, institucional, pedagógico» (p. 3). Esto quiere decir que estos conceptos o aprendizajes previos pueden haber sido adquiridos fuera del ambiente educativo escolar. Es importante que el docente sea consciente de que el aprendizaje no se limita a lo que ocurre en el aula educativa, sino que también procede de experiencias cotidianas y del contexto social del estudiante para poder adaptar sus contenidos y que estos resulten más significativos y relevantes para el proceso educativo del estudiante.
En segundo lugar, se encuentra la experiencia, dentro de la cual «el profesor crea las condiciones para que los estudiantes reúnan y recuerden los contenidos de su propia experiencia y seleccionen lo que ellos consideren relevante para el tema en cuestión, sobre hechos, sentimientos, valores, introspecciones e intuiciones» (Compañía de Jesús, 1993, p. 9). De este modo, podemos considerar la experiencia como esa fuente de conocimiento que busca que el estudiante interiorice lo que aprendió. Sin embargo, esta experiencia se divide en dos subcategorías: directas e indirectas.
En tercer lugar, tenemos la reflexión. La reflexión en la planificación pedagógica es un proceso esencial que permite a los educadores y estudiantes examinar sus experiencias y motivaciones. Este proceso implica reconsiderar seriamente y con detenimiento las experiencias educativas, lo que ayuda a comprender el significado más profundo de lo que se estudia. Es por ello que «la reflexión es el proceso por el cual se saca a la superficie el sentido de la experiencia». (Compañía de Jesús, 1993, p. 17)
Esta capacidad de reflexionar no solo mejora la comprensión de los contenidos, sino que también promueve un ambiente en el que los estudiantes pueden cuestionar sus propias motivaciones y valores, impulsándolos hacia un aprendizaje más significativo.
Además, la reflexión fomenta el diálogo y la interacción entre estudiantes y profesores, creando un entorno colaborativo que enriquece el proceso educativo. En este sentido, «la memoria, el entendimiento, la imaginación y los sentimientos se utilizan para captar el significado y el valor esencial de lo que se está estudiando». (Compañía de Jesús, 1993, p. 17) Este enfoque permite a los docentes no solo establecer objetivos claros, sino también adaptar sus estrategias pedagógicas para responder a las particularidades del grupo. Así, la reflexión se convierte en un componente fundamental para garantizar que la educación sea relevante y efectiva, y ayude a los estudiantes a desarrollar las competencias que les serán útiles en su vida cotidiana.
En cuarto lugar, encontramos la acción. En el contexto educativo, la acción se refiere al crecimiento humano interior que surge de la reflexión sobre experiencias vividas, así como a su manifestación externa. Este proceso implica dos pasos fundamentales. En el primer paso, las opciones interiorizadas, donde el estudiante considera la experiencia desde un punto de vista personal y humano. A medida que comprende intelectualmente la experiencia y los sentimientos involucrados, «es en este momento cuando un estudiante puede decidir asumir tal verdad como propia» (Compañía de Jesús, 1993, p. 19). Este proceso de reflexión permite que el estudiante clarifique sus prioridades y valores, lo que es esencial para su desarrollo personal.
El segundo paso se manifiesta en las opciones que se exteriorizan con el tiempo. Los contenidos, actitudes y valores que el estudiante ha interiorizado se convierten en parte de su identidad, impulsándolo a actuar de manera coherente con sus convicciones. Por ejemplo, si un estudiante ha tenido éxito en alguna asignatura, es probable que «intente incrementar aquellas condiciones o circunstancias en las que la experiencia original tuvo lugar» (Compañía de Jesús, 1993, p. 20). Así, la acción se convierte en una extensión natural del proceso reflexivo y guía al estudiante hacia decisiones que reflejan sus valores y experiencias previas, ya sea en la elección de actividades recreativas o en su compromiso social.
Por último, la evaluación es un componente esencial en el proceso educativo, ya que permite a los profesores medir el progreso académico de cada estudiante. Las preguntas diarias, las pruebas semanales y los exámenes finales son herramientas comunes para valorar la asimilación de los conocimientos adquiridos. Estas evaluaciones no solo sirven para informar al profesor sobre el avance intelectual de los estudiantes, sino que también ofrecen la oportunidad de estimular y aconsejar personalmente a cada estudiante sobre su progreso académico (Compañía de Jesús, 1993, p. 20). Este tipo de retroalimentación proporciona al docente la oportunidad de ajustar sus métodos de enseñanza y ofrecer orientación personalizada a cada estudiante, lo que resulta fundamental para su desarrollo académico.
Sin embargo, la pedagogía ignaciana busca ir más allá del simple dominio académico y se centra en el desarrollo integral de los estudiantes. Esto implica la necesidad de una evaluación periódica que contemple no solo el progreso académico, sino también las actitudes y las prioridades de los estudiantes. Aunque esta evaluación integral puede no ser tan frecuente como la académica, «necesita programarse periódicamente, por lo menos una vez por trimestre» (Compañía de Jesús, 1993, p. 20). Los métodos que se utilizan, como el diálogo personal y la autoevaluación, crean un clima de confianza en el que profesores y estudiantes pueden reflexionar sobre la madurez y el crecimiento personal. Así, la evaluación se convierte en una herramienta valiosa para fomentar un aprendizaje significativo y un compromiso más profundo con los valores humanos.
Para iniciar las planeaciones de actividades, se debe aclarar que la didáctica, la planeación y el paradigma ignaciano son elementos que se vinculan para formar la base de la búsqueda del desarrollo del estilo de vida espiritual de niños y adolescentes. Sin embargo, antes de continuar, se aclararán estos conceptos. Inicialmente, para Barajas et al (2010), «la secuencia didáctica representa una poderosa herramienta pedagógica para apoyar al estudiante» (p. 28), por lo que Zabala (2008) afirma que la secuencia didáctica es un «conjunto de actividades ordenadas, estructuradas y articuladas para la consecución de unos objetivos educativos, que tienen un principio y un final conocidos tanto por el profesorado como por el alumnado» (p. 16).
Por otra parte, la planificación es uno de los componentes que complementan la secuencia didáctica. Según Carriazo, Pérez y Gaviria (2020, p. 88), «la planificación considera lo que hay que hacer, cómo hacerlo, por qué, con qué, quién y cuándo se debe hacer algo». Por lo tanto, este método permite al docente diseñar experiencias que representan aprendizajes significativos para
sus estudiantes. Por esta razón, Carriazo, Pérez y Gaviria (2020) hacen hincapié en que «educar sin planificar es como construir una casa sin plano o escribir una novela sin borrador. El arte de educar requiere esfuerzo, análisis racional, pensamiento crítico y creatividad» (p. 88). Por tanto, la planificación se convierte en una pieza clave a la hora de generar objetivos que permitan la formación integral de los estudiantes.
Por otro lado, el paradigma ignaciano «es un modo de proceder que todos podemos adoptar confiadamente en nuestra tarea de ayudar a los estudiantes en su verdadero desarrollo como personas competentes, conscientes y sensibilizadas en la compasión» (Compañía de Jesús, 1993, p. 10).
Asimismo, cuando el docente hace uso del paradigma ignaciano, puede guiar a sus estudiantes a través de un proceso compuesto por contexto, experiencia, reflexión, acción y evaluación. De esta forma, se fomenta una comprensión del conocimiento mucho más amplia e integral de las necesidades de los estudiantes. Es por esta razón que, a continuación, se explicarán de forma más detallada aquellos componentes del esquema del paradigma ignaciano que buscan la formación integral del estudiante.
En primer lugar, se encuentra el contexto, que tiene como objetivo que el docente comprenda los aprendizajes que los estudiantes han adquirido previamente, así como su perspectiva. Cabe señalar que, como indica Dupla (2000), «el contexto en el que se desarrolla la acción pedagógica es múltiple: social, familiar, institucional, pedagógico» (p. 3). Esto quiere decir que estos conceptos o aprendizajes previos pueden haber sido adquiridos fuera del ambiente educativo escolar. Es importante que el docente sea consciente de que el aprendizaje no se limita a lo que ocurre en el aula educativa, sino que también procede de experiencias cotidianas y del contexto social del estudiante para poder adaptar sus contenidos y que estos resulten más significativos y relevantes para el proceso educativo del estudiante.
En segundo lugar, se encuentra la experiencia, dentro de la cual «el profesor crea las condiciones para que los estudiantes reúnan y recuerden los contenidos de su propia experiencia y seleccionen lo que ellos consideren relevante para el tema en cuestión, sobre hechos, sentimientos, valores, introspecciones e intuiciones» (Compañía de Jesús, 1993, p. 9). De este modo, podemos considerar la experiencia como esa fuente de conocimiento que busca que el estudiante interiorice lo que aprendió. Sin embargo, esta experiencia se divide en dos subcategorías: directas e indirectas.
En tercer lugar, tenemos la reflexión. La reflexión en la planificación pedagógica es un proceso esencial que permite a los educadores y estudiantes examinar sus experiencias y motivaciones. Este proceso implica reconsiderar seriamente y con detenimiento las experiencias educativas, lo que ayuda a comprender el significado más profundo de lo que se estudia. Es por ello que «la reflexión es el proceso por el cual se saca a la superficie el sentido de la experiencia». (Compañía de Jesús, 1993, p. 17)
Esta capacidad de reflexionar no solo mejora la comprensión de los contenidos, sino que también promueve un ambiente en el que los estudiantes pueden cuestionar sus propias motivaciones y valores, impulsándolos hacia un aprendizaje más significativo.
Además, la reflexión fomenta el diálogo y la interacción entre estudiantes y profesores, creando un entorno colaborativo que enriquece el proceso educativo. En este sentido, «la memoria, el entendimiento, la imaginación y los sentimientos se utilizan para captar el significado y el valor esencial de lo que se está estudiando». (Compañía de Jesús, 1993, p. 17) Este enfoque permite a los docentes no solo establecer objetivos claros, sino también adaptar sus estrategias pedagógicas para responder a las particularidades del grupo. Así, la reflexión se convierte en un componente fundamental para garantizar que la educación sea relevante y efectiva, y ayude a los estudiantes a desarrollar las competencias que les serán útiles en su vida cotidiana.
En cuarto lugar, encontramos la acción. En el contexto educativo, la acción se refiere al crecimiento humano interior que surge de la reflexión sobre experiencias vividas, así como a su manifestación externa. Este proceso implica dos pasos fundamentales. En el primer paso, las opciones interiorizadas, donde el estudiante considera la experiencia desde un punto de vista personal y humano. A medida que comprende intelectualmente la experiencia y los sentimientos involucrados, «es en este momento cuando un estudiante puede decidir asumir tal verdad como propia» (Compañía de Jesús, 1993, p. 19). Este proceso de reflexión permite que el estudiante clarifique sus prioridades y valores, lo que es esencial para su desarrollo personal.
El segundo paso se manifiesta en las opciones que se exteriorizan con el tiempo. Los contenidos, actitudes y valores que el estudiante ha interiorizado se convierten en parte de su identidad, impulsándolo a actuar de manera coherente con sus convicciones. Por ejemplo, si un estudiante ha tenido éxito en alguna asignatura, es probable que «intente incrementar aquellas condiciones o circunstancias en las que la experiencia original tuvo lugar» (Compañía de Jesús, 1993, p. 20). Así, la acción se convierte en una extensión natural del proceso reflexivo y guía al estudiante hacia decisiones que reflejan sus valores y experiencias previas, ya sea en la elección de actividades recreativas o en su compromiso social.
Por último, la evaluación es un componente esencial en el proceso educativo, ya que permite a los profesores medir el progreso académico de cada estudiante. Las preguntas diarias, las pruebas semanales y los exámenes finales son herramientas comunes para valorar la asimilación de los conocimientos adquiridos. Estas evaluaciones no solo sirven para informar al profesor sobre el avance intelectual de los estudiantes, sino que también ofrecen la oportunidad de estimular y aconsejar personalmente a cada estudiante sobre su progreso académico (Compañía de Jesús, 1993, p. 20). Este tipo de retroalimentación proporciona al docente la oportunidad de ajustar sus métodos de enseñanza y ofrecer orientación personalizada a cada estudiante, lo que resulta fundamental para su desarrollo académico.
Sin embargo, la pedagogía ignaciana busca ir más allá del simple dominio académico y se centra en el desarrollo integral de los estudiantes. Esto implica la necesidad de una evaluación periódica que contemple no solo el progreso académico, sino también las actitudes y las prioridades de los estudiantes. Aunque esta evaluación integral puede no ser tan frecuente como la académica, «necesita programarse periódicamente, por lo menos una vez por trimestre» (Compañía de Jesús, 1993, p. 20). Los métodos que se utilizan, como el diálogo personal y la autoevaluación, crean un clima de confianza en el que profesores y estudiantes pueden reflexionar sobre la madurez y el crecimiento personal. Así, la evaluación se convierte en una herramienta valiosa para fomentar un aprendizaje significativo y un compromiso más profundo con los valores humanos.