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El estilo de vida en el ámbito escolar se crea a partir de los hábitos y comportamientos que los estudiantes desarrollan en su interacción con el entorno. Estos comportamientos abarcan múltiples aspectos de su vida diaria, desde la alimentación hasta las relaciones sociales, y juegan un papel fundamental en su salud y bienestar. La escuela, como un microcosmos social, es un espacio donde se forjan identidades y se modelan hábitos que influyen en la vida adulta de los estudiantes. Es crucial entender que el estilo de vida no solo se refiere a elecciones individuales, sino también a la interacción con diversas influencias sociales y culturales que afectan a su desarrollo integral.
Es por ello que el estilo de vida desde una perspectiva escolar «se refiere a las formas particulares de los hábitos que las personas integran del mundo que les rodea e incluye hábitos de alimentación, higiene personal, ocio, modos de relaciones sociales, sexualidad, vida relacional y de familia y mecanismos de afrontamiento social» (Lorenzo & Díaz, 2019, p. 1). Este enfoque integral
destaca cómo el contexto escolar impacta en la formación de hábitos saludables o perjudiciales, que a su vez influyen en la salud física y mental de los estudiantes. Para Gómez-Acosta (2018), los estilos de vida se conciben como conductas que determinan el proceso de salud-enfermedad en combinación con la vulnerabilidad biológica, la reactividad psicofisiológica, la edad y el sexo. De este modo, la escuela se convierte en un escenario vital en el que se forman comportamientos que pueden propiciar el bienestar o, por el contrario, desencadenar problemas de salud.
Así, el estilo de vida busca vincular lo aprendido de forma implícita (la incorporación de hábitos relacionados con el modelamiento que reciben de los adultos) con los gustos y preferencias personales. Sin embargo, presenta un desarrollo más lento, paso a paso y progresivo para construir la identidad (Posada-Bernal, Castañeda-Cantillo & De Souza Martins, 2021). En este proceso, se debe tener en cuenta que existen diferencias individuales que afectan a la manera en que cada estudiante se relaciona con su entorno. Las características personales, el contexto familiar (parentesco), las condiciones económicas, la cultura (costumbres) y el grupo étnico (raza, religión, idioma) ejercen una influencia significativa en el estilo de vida de las personas, reproduciendo comportamientos y actitudes de forma inconsciente (Posada-Bernal, Castañeda-Cantillo & De Souza Martins, 2021).
Por lo anterior, el estilo de vida, según Montoya y Salazar (2010, p. 18), «es una construcción humana, producto de la interacción entre factores genéticos, educativos, sociales, económicos y medioambientales». Por ello, es fundamental propiciar experiencias en el contexto educativo que fomenten un estilo de vida integral. Esto implica abordar todas las dimensiones del ser humano, incluida la dimensión espiritual, ya que, como afirman Bueno-Castellanos et al. (2020), «la espiritualidad forma parte de la existencia humana». Relacionar la educación con la espiritualidad no solo enriquece el proceso educativo, sino que también permite a los estudiantes desarrollar una mayor comprensión de sí mismos, lo cual impacta directamente en su capacidad de interactuar de forma ética y significativa con el mundo que los rodea.
La formación integral del ser humano «pretende el desarrollo de capacidades, valores y habilidades que favorezcan su trayectoria académica; es un proceso continuo, permanente y participativo que busca lograr la realización plena del estudiante, preparándolo para enfrentar con éxito los problemas existentes en la sociedad» (Alonzo et al., 2016, p. 109). Esta perspectiva aboga por un enfoque educativo que vaya más allá de la simple transmisión de conocimientos. Del mismo modo, para la ACODESI (2003), la formación integral es
«un estilo educativo que pretende no solo instruir a los estudiantes con los saberes específicos de las ciencias, sino también ofrecerles los elementos necesarios para que crezcan como personas, buscando desarrollar todas sus características, condiciones y potencialidades» (p. 6). Por consiguiente, la formación integral busca la orientación y el reconocimiento de las dimensiones del ser humano y se configura como un proceso educativo orientado al desarrollo humano, el cual está influenciado por la interacción con el entorno.
Este proceso tiene en cuenta los aspectos biopsicosociales y los factores externos que afectan a la persona, y ejerce un impacto considerable en su crecimiento y desarrollo. La integración de estas dimensiones es esencial para preparar a los estudiantes para hacer frente a los retos de la vida. Por lo tanto, el entorno educativo debe convertirse en un lugar que fomente no solo habilidades académicas, sino también competencias socioemocionales que contribuyan al desarrollo integral del estudiante.
En este contexto, se debe tener en cuenta el concepto de espiritualidad, el cual se abordará desde distintas perspectivas. En primer lugar, destacamos a Fuentes (2018), para quien «la espiritualidad es una dimensión que incluye cuestionamientos sobre el significado, el propósito y el sentido de la vida, la conectividad (con los otros, la naturaleza, lo divino), la búsqueda de lo trascendente, los valores (por ejemplo, la justicia), pudiendo incluir o no creencias religiosas» (p. 116). Este autor permite comprender la espiritualidad como un concepto que no se limita a aspectos religiosos, sino que está vinculado con la búsqueda del sentido de la existencia de la persona. Esto sugiere que la espiritualidad tiene un enfoque más existencialista que religioso, lo que abre un espacio para el autodescubrimiento en el contexto escolar.
En segundo lugar, Hernández (2017) afirma que la espiritualidad «no constituye un sistema de creencias y dogmas acerca del bien o el mal; se trata de una construcción multidireccional y permanente para alcanzar la comprensión de uno mismo, el mundo, la naturaleza y el cosmos» (p. 96). Hernández produce una flexibilización y ampliación del concepto de espiritualidad, ya que no solo se centra en aspectos externos, sino que también explora el autoconocimiento del ser humano. Este enfoque puede ser particularmente beneficioso en el ámbito escolar, donde los estudiantes afrontan desafíos en su identidad y autoconcepto.
Por último, Grúm (2008) explora la espiritualidad como un «camino que nos abre a una realidad más grande, que nos ayuda a ampliar nuestra conciencia estrecha o a ser uno con nosotros mismos y con Dios —o con el fundamento del ser—» (p. 10). Este autor resalta la conexión que debe sentir el ser humano con su existencia, lo que le permite aferrarse a esa comprensión y, por ende, producir ideas u opiniones que dan significado a su ser interior. Este proceso de búsqueda personal es esencial para el desarrollo de un sentido de propósito y pertenencia a la vida de los estudiantes.
De acuerdo con lo propuesto anteriormente, estos autores permiten reconocer la espiritualidad como la búsqueda del sentido de la vida a través de prácticas que fortalecen el autodescubrimiento de la persona en aspectos como el significado y el propósito. Teniendo en cuenta esto, se encuentra una conexión entre estilo de vida y espiritualidad, lo cual permite promover un concepto de estilo de vida espiritual en el que la persona genera hábitos y comportamientos que buscan el autorreconocimiento y la significación de la existencia de la persona como ente trascendental. Estos hábitos permiten que la persona obtenga un bienestar completo, no solo físico, sino también emocional y espiritual.
De esta manera, la integración de la espiritualidad en el contexto educativo puede ser un vehículo poderoso para el desarrollo integral de los estudiantes. Al proporcionar un espacio para la reflexión sobre su identidad, su propósito y su conexión con el mundo, se les ofrece la oportunidad de desarrollar un estilo de vida que no solo se centra en el rendimiento académico, sino también en la formación de individuos con una visión holística de la vida, capaces de contribuir positivamente a su comunidad y de encontrar un significado profundo a su existencia. Este enfoque integral es clave para preparar a los estudiantes no solo como académicos competentes, sino también como seres humanos íntegros y conscientes.
El estilo de vida en el ámbito escolar se crea a partir de los hábitos y comportamientos que los estudiantes desarrollan en su interacción con el entorno. Estos comportamientos abarcan múltiples aspectos de su vida diaria, desde la alimentación hasta las relaciones sociales, y juegan un papel fundamental en su salud y bienestar. La escuela, como un microcosmos social, es un espacio donde se forjan identidades y se modelan hábitos que influyen en la vida adulta de los estudiantes. Es crucial entender que el estilo de vida no solo se refiere a elecciones individuales, sino también a la interacción con diversas influencias sociales y culturales que afectan a su desarrollo integral.
Es por ello que el estilo de vida desde una perspectiva escolar «se refiere a las formas particulares de los hábitos que las personas integran del mundo que les rodea e incluye hábitos de alimentación, higiene personal, ocio, modos de relaciones sociales, sexualidad, vida relacional y de familia y mecanismos de afrontamiento social» (Lorenzo & Díaz, 2019, p. 1). Este enfoque integral
destaca cómo el contexto escolar impacta en la formación de hábitos saludables o perjudiciales, que a su vez influyen en la salud física y mental de los estudiantes. Para Gómez-Acosta (2018), los estilos de vida se conciben como conductas que determinan el proceso de salud-enfermedad en combinación con la vulnerabilidad biológica, la reactividad psicofisiológica, la edad y el sexo. De este modo, la escuela se convierte en un escenario vital en el que se forman comportamientos que pueden propiciar el bienestar o, por el contrario, desencadenar problemas de salud.
Así, el estilo de vida busca vincular lo aprendido de forma implícita (la incorporación de hábitos relacionados con el modelamiento que reciben de los adultos) con los gustos y preferencias personales. Sin embargo, presenta un desarrollo más lento, paso a paso y progresivo para construir la identidad (Posada-Bernal, Castañeda-Cantillo & De Souza Martins, 2021). En este proceso, se debe tener en cuenta que existen diferencias individuales que afectan a la manera en que cada estudiante se relaciona con su entorno. Las características personales, el contexto familiar (parentesco), las condiciones económicas, la cultura (costumbres) y el grupo étnico (raza, religión, idioma) ejercen una influencia significativa en el estilo de vida de las personas, reproduciendo comportamientos y actitudes de forma inconsciente (Posada-Bernal, Castañeda-Cantillo & De Souza Martins, 2021).
Por lo anterior, el estilo de vida, según Montoya y Salazar (2010, p. 18), «es una construcción humana, producto de la interacción entre factores genéticos, educativos, sociales, económicos y medioambientales». Por ello, es fundamental propiciar experiencias en el contexto educativo que fomenten un estilo de vida integral. Esto implica abordar todas las dimensiones del ser humano, incluida la dimensión espiritual, ya que, como afirman Bueno-Castellanos et al. (2020), «la espiritualidad forma parte de la existencia humana». Relacionar la educación con la espiritualidad no solo enriquece el proceso educativo, sino que también permite a los estudiantes desarrollar una mayor comprensión de sí mismos, lo cual impacta directamente en su capacidad de interactuar de forma ética y significativa con el mundo que los rodea.
La formación integral del ser humano «pretende el desarrollo de capacidades, valores y habilidades que favorezcan su trayectoria académica; es un proceso continuo, permanente y participativo que busca lograr la realización plena del estudiante, preparándolo para enfrentar con éxito los problemas existentes en la sociedad» (Alonzo et al., 2016, p. 109). Esta perspectiva aboga por un enfoque educativo que vaya más allá de la simple transmisión de conocimientos. Del mismo modo, para la ACODESI (2003), la formación integral es
«un estilo educativo que pretende no solo instruir a los estudiantes con los saberes específicos de las ciencias, sino también ofrecerles los elementos necesarios para que crezcan como personas, buscando desarrollar todas sus características, condiciones y potencialidades» (p. 6). Por consiguiente, la formación integral busca la orientación y el reconocimiento de las dimensiones del ser humano y se configura como un proceso educativo orientado al desarrollo humano, el cual está influenciado por la interacción con el entorno.
Este proceso tiene en cuenta los aspectos biopsicosociales y los factores externos que afectan a la persona, y ejerce un impacto considerable en su crecimiento y desarrollo. La integración de estas dimensiones es esencial para preparar a los estudiantes para hacer frente a los retos de la vida. Por lo tanto, el entorno educativo debe convertirse en un lugar que fomente no solo habilidades académicas, sino también competencias socioemocionales que contribuyan al desarrollo integral del estudiante.
En este contexto, se debe tener en cuenta el concepto de espiritualidad, el cual se abordará desde distintas perspectivas. En primer lugar, destacamos a Fuentes (2018), para quien «la espiritualidad es una dimensión que incluye cuestionamientos sobre el significado, el propósito y el sentido de la vida, la conectividad (con los otros, la naturaleza, lo divino), la búsqueda de lo trascendente, los valores (por ejemplo, la justicia), pudiendo incluir o no creencias religiosas» (p. 116). Este autor permite comprender la espiritualidad como un concepto que no se limita a aspectos religiosos, sino que está vinculado con la búsqueda del sentido de la existencia de la persona. Esto sugiere que la espiritualidad tiene un enfoque más existencialista que religioso, lo que abre un espacio para el autodescubrimiento en el contexto escolar.
En segundo lugar, Hernández (2017) afirma que la espiritualidad «no constituye un sistema de creencias y dogmas acerca del bien o el mal; se trata de una construcción multidireccional y permanente para alcanzar la comprensión de uno mismo, el mundo, la naturaleza y el cosmos» (p. 96). Hernández produce una flexibilización y ampliación del concepto de espiritualidad, ya que no solo se centra en aspectos externos, sino que también explora el autoconocimiento del ser humano. Este enfoque puede ser particularmente beneficioso en el ámbito escolar, donde los estudiantes afrontan desafíos en su identidad y autoconcepto.
Por último, Grúm (2008) explora la espiritualidad como un «camino que nos abre a una realidad más grande, que nos ayuda a ampliar nuestra conciencia estrecha o a ser uno con nosotros mismos y con Dios —o con el fundamento del ser—» (p. 10). Este autor resalta la conexión que debe sentir el ser humano con su existencia, lo que le permite aferrarse a esa comprensión y, por ende, producir ideas u opiniones que dan significado a su ser interior. Este proceso de búsqueda personal es esencial para el desarrollo de un sentido de propósito y pertenencia a la vida de los estudiantes.
De acuerdo con lo propuesto anteriormente, estos autores permiten reconocer la espiritualidad como la búsqueda del sentido de la vida a través de prácticas que fortalecen el autodescubrimiento de la persona en aspectos como el significado y el propósito. Teniendo en cuenta esto, se encuentra una conexión entre estilo de vida y espiritualidad, lo cual permite promover un concepto de estilo de vida espiritual en el que la persona genera hábitos y comportamientos que buscan el autorreconocimiento y la significación de la existencia de la persona como ente trascendental. Estos hábitos permiten que la persona obtenga un bienestar completo, no solo físico, sino también emocional y espiritual.
De esta manera, la integración de la espiritualidad en el contexto educativo puede ser un vehículo poderoso para el desarrollo integral de los estudiantes. Al proporcionar un espacio para la reflexión sobre su identidad, su propósito y su conexión con el mundo, se les ofrece la oportunidad de desarrollar un estilo de vida que no solo se centra en el rendimiento académico, sino también en la formación de individuos con una visión holística de la vida, capaces de contribuir positivamente a su comunidad y de encontrar un significado profundo a su existencia. Este enfoque integral es clave para preparar a los estudiantes no solo como académicos competentes, sino también como seres humanos íntegros y conscientes.